28 de enero de 2012

Primera entrada


1.       Habéis oído que se dijo… Pues yo os digo. ¿Por qué educar a nuestros hijos a la generosidad, a la acogida, a la gratitud, al servicio, a la solidaridad, a la paz, y a todas aquellas virtudes sociales tan importantes para la calidad humana de su vida?
¿Qué ventaja obtendrán de ello? Quizás no haya crecimiento de riqueza, de prestigio, de seguridad. Y, sin embargo, sólo cultivando estas virtudes los hombres tienen un futuro en la tierra. Estas crecen gracias a la perseverancia de aquellos que, como los padres, educan a las nuevas generaciones al bien. El mensaje cristiano nos alienta a algo más grande, más bello, más arriesgado y más prometedor: la humanidad de la familia, gracias a esa chispa divina presente en ella y que ni siquiera el pecado ha eliminado, puede renovar la sociedad según el designio de su Creador. El amor divino nos impulsa por el camino del amor al enemigo, de la entrega al desconocido, de la generosidad más allá de lo debido. La familia participa de la superabundante generosidad de nuestro Dios: por eso puede mirar más lejos y vivir una alegría mayor, una esperanza más fuerte, una mayor valentía en sus decisiones.
Muchas de las palabras de Jesús recogidas en los Evangelios iluminan la vida familiar. Por lo demás, su sabiduría respecto a la vida humana creció gracias al clima familiar en el cual transcurrió gran parte de su existencia: allí conoció el variado mundo de los afectos, hizo experiencia de la acogida, la ternura, el perdón, la generosidad, la entrega. En su familia constató que es mejor dar que pretender, perdonar que vengarse, ofrecer que aferrar, darse sin escatimar la propia vida. El anuncio del Reino por Jesús nace de su experiencia directa de familia y afecta a todas las relaciones, partiendo precisamente de las familiares, iluminándolas con nueva luz y dilatándolas más allá de los confines de la ley antigua.
Jesús invita a superar una visión egoísta de los vínculos familiares y sociales, a ampliar los afectos más allá del círculo restringido de la propia familia, a fin de que se conviertan en levadura de justicia para la vida social.
La familia es la primera escuela de los afectos, la cuna de la vida humana donde el mal puede ser afrontado y superado. La familia es un recurso precioso de bien para la sociedad. Esta es la semilla de la cual nacerán otras familias llamadas a mejorar el mundo.
Pero puede suceder que los vínculos familiares impidan desarrollar el papel social de los afectos. Sucede cuando la familia retiene para sí misma energías y recursos, encerrándose en la lógica del provecho familiar que no deja ninguna herencia para el futuro de la sociedad.
Jesús quiere liberar a la pareja y a la familia de la tentación de encerrarse en sí mismos: «Si amáis a los que os aman… si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular?». Con palabras revolucionarias, Jesús recuerda a quienes le escuchan la «antigua» semejanza con Dios, invitándolos a dedicarse a los demás según el estilo divino, más allá de los temores y los miedos, más allá de los cálculos y las garantías de un propio provecho.
Dejando maravillado a quien le escucha, Jesús enseña que es posible ser hijos a semejanza del Padre. Él nos libra del torpor de la resignación y del egoísmo y nos dice con fuerza que amar al enemigo y rezar por quien nos persigue está a nuestro alcance, que podemos extirpar la violencia de nuestro corazón perdonando las ofensas, que nuestra generosidad puede superar la lógica económica del simple intercambio.